NOTAS
SOBRE CRICHTON. PARTE I.
Me considero afortunado, que desde temprana edad me haya tropezado con el libro
de La Amenaza de Andrómeda ( insufrible traducción de The Andromeda Strain) y a
su vez con Michael Crichton. Aparte de su estilo de narrativa atrayente e
impecable, poseía una característica fundamental en todas sus novelas ( aspecto
quizás compartido con Clarke ) que es la sección final de Apéndices y
Comentarios, en donde el autor sobre una base terriblemente técnica y
científica, nos exponía en una manera interesantísima, la base de las ideas
expuestas en sus obras. Caso particular, lo constituyo su autobiografía “Viajes
y experiencias” el cual no conocía y que encontré gracias a unos de esos
“milagrosas” páginas web en donde consigues de manera asombrosa miles de miles
de obras gratuitas.
Leyendo sus primeros capítulos me veo obligado a reseñar dos ideas
fundamentales que constituyeron sus vivencias de vida ( sospecho que en un
futuro tendré que reseñar otras más ) Helas aquí:
IATROGENESIS.
Un ejemplo clásico:
“El señor Erwin, un hombre de cincuenta y dos años, fue internado en el
hospital por causa de una mancha que su médico particular le detectó en
el pecho durante una sesión rutinaria de rayos X. Ya ingresado, se repitieron
las radiografías. La mancha existía, fuera de toda duda, y estaba en el lóbulo
superior izquierdo del pulmón. Aconsejaron al señor Erwin que se operase,
y él accedió. Pero, a la hora de firmar el formulario, solicitó tiempo para
pensarlo. Al día siguiente insistieron en que debían intervenirle, él volvió a
asentir, y de nuevo se echó atrás en el último segundo.
Transcurrió así una semana. El señor Erwin no preguntó qué podía haber en su
pulmón que requiriese una operación quirúrgica. No preguntó nada de nada. Y
nadie se ofreció a contárselo, por un único motivo: una anomalía en la imagen
radiográfica. Parecía tratarse de un tumor, pero no presentaba el perfil
clásico. Erwin estaba muy nervioso, y el personal prefirió esperar.
Por otro lado, una semana no era cosa de broma. No fue fácil justificar la
estancia de una persona en una cama cara; pero el equipo médico no quería dar
de alta al señor Erwin, porque temía que en cuanto saliera del hospital no
daría ni un paso para confirmar su enfermedad. Aquello era un callejón sin
salida. El señor Erwin seguía sin hacer preguntas sobre la intervención, y
nadie le explicaba nada.
Por fin, al concluir la semana, el doctor V, cirujano de un hospital próximo,
fue al nuestro para dirigir las rondas de visitas. El doctor V, que había sido
atleta en sus años mozos, era un hombretón tempestuoso que ejecutaba la cirugía
con vigor y aparatosidad. El personal sometió a su juicio el caso del remiso
señor Erwin. El doctor V se indignó por la forma en que se había consentido a
aquel paciente, y quiso verle sin tardanza.
Entró en su
habitación y dijo:
—Señor
Erwin, soy el doctor V. Tiene usted un cáncer y voy a extirpárselo.
Erwin rompió
en llanto y se dejó operar.
Al día siguiente se realizó la intervención. Extrajeron al enfermo un cuerpo
granulomatoso. En su centro encontraron una sustancia filiforme, que en el
examen patológico fue identificada como ¡un resto de ternera! Aparentemente, en
un lejano pasado el señor Erwin había inhalado un pedacito de carne mientras
comía. El fragmento se alojó en el pulmón y, al ser recubierto por una capa
protectora de tejido adquirió consistencia.
Cuando despertó de la anestesia, el personal le dio la buena nueva. El señor
Erwin continuó abatido. Lloraba con frecuencia. A medida que pasaban los días,
dijo una y otra vez que los doctores le engañaban, que él sabía que tenía
cáncer, que el doctor V había sido categórico. Los residentes le aseguraron que
el doctor V estaba en un error, que no padecía aquella enfermedad. Le enseñaron
los informes de patología. Se ofrecieron a mostrarle su historial. El señor
Erwin no se creyó ni una línea.
Unos días más tarde, Erwin se encaramó por la estrecha ventana de su habitación
y se lanzó al vacío.”
[Conclusiones:
La confianza en algo es fundamental, por desgracia el Señor Erwin tenía una
gran confianza en su idea de un cáncer, y nadie se puso a su nivel para hacerle
llegar una explicación apropiada y comprensible ( es decir a su nivel ) de su
estado y condición. La otra es, que la iatrogenesis aparecerá sin importar
nuestras loables intenciones y que en este caso sin importar lo que hiciéramos,
ocasiono de manera directa el fallecimiento del asesorado. Está por demás
decir, el pánico que genera la condición/situación/palabra cáncer en muchas
personas que aun de su inexistencia real prefieren quitarse la vida antes de
encararse a dicha instancia.]
RAZONANDO
SOBRE LAS EMOCIONES.
“Quería aprender algo sobre la relación de los pacientes con su propio mal.
Porque, aunque a los médicos les aburrieran los infartos, no era ése el caso,
naturalmente, de quienes los padecían. Los enfermos eran casi todos hombres de
entre cuarenta y cincuenta años, y el significado de su dolencia era evidente
para ellos: se estaban haciendo viejos; aquello era un aviso de su inexorable
mortalidad, y tendrían que alterar su régimen de vida, sus hábitos laborales,
las dietas alimenticias e incluso, tal vez, las pautas de su comportamiento
sexual.
Por tanto, aquellos pacientes suscitaban en mí un enorme interés. Pero ¿Cómo
abordarles?
Tiempo atrás, había leído las experiencias de un médico suizo que, en los años
treinta, aceptó un puesto de trabajo en los Alpes porque su ubicación le
permitiría esquiar, su mayor pasión. Como es lógico, el galeno asistió a
numerosos accidentados. Las causas de los accidentes de esquí le interesaban
sobremanera, puesto que él también practicaba el deporte blanco. Preguntaba a
sus pacientes cómo había ocurrido el percance, esperando escuchar que habían
virado muy abruptamente, que habían tropezado contra un saliente de roca o
cualquier otra explicación de índole deportiva. Pero, para su sorpresa, todos
daban una razón psicológica. Decían que tenían un problema acuciante, que se
habían distraído o algo similar. Aquel médico aprendió que una pregunta tan
sencilla como «¿Por qué se ha roto la pierna?» encerraba respuestas
fascinadoras.
Resolví probar suerte con aquella táctica. Me pasearía por las salas y
preguntaría a los enfermos: «¿Por qué ha tenido un infarto de miocardio?».
Desde la perspectiva médica, la pregunta no era tan disparatada como pueda
parecer. Durante la guerra de Corea, una serie de autopsias hechas a hombres
jóvenes pusieron de relieve que la dieta norteamericana producía
arteriosclerosis precoz a la edad de diecisiete años. Cabía presumir que todos
aquellos pacientes habían vivido con las arterias seriamente atascadas desde la
adolescencia. Un ataque cardíaco podía presentarse en cualquier momento. ¿Por
qué la enfermedad había tardado veinte o treinta años en manifestarse? ¿Por qué
sobrevino el colapso este mes y no el siguiente, esta semana y no la anterior?
[Esta es
algo fenomenológico/kairos algo interesante de abordar. Porque ahora?? O
es que antes no existieron crisis vitales similares a esta??. Lo único que se
me ocurre al mejor estilo Jungiano es realizar cartas astrales a los sujetos en
el periodo que manifestaron ese ataque coronario. Arrojaran algo interesante??
].
No obstante, el «porqué» de mi enunciado también presuponía que los pacientes
tenían alguna opción en el asunto y, por ende, cierto control sobre su mal.
Temía que pudieran responder con ira. Empecé por el enfermo más bonachón del
departamento, un hombre en la cuarentena que había sufrido un ataque benigno.
—¿Por qué ha
tenido un infarto?
—¿De verdad
quiere saberlo?
—Desde
luego.
—Me han
concedido un ascenso. La empresa exige que me traslade a Cincinnati, pero mi
mujer rehúsa acompañarme. Tiene a toda su familia aquí, en Boston, y no desea
ir conmigo. Esa es la razón.
Me dio esta información de un modo completamente expedito, sin asomo de enfado.
Animado, consulté a otros pacientes.
«Mi esposa
habla de dejarme».
«Mi hija
quiere casarse con un negro».
«Mi hijo se
niega a estudiar derecho».
«No me han
subido el sueldo».
«He pedido
el divorcio y me siento culpable».
«Mi mujer
quiere tener otro hijo y yo creo que no podemos permitírnoslo».
[
Interesante el uso de los mi y me, definitivamente son aspectos muy propios y
personales, arraigados en lo mas profundo de la persona, mas alla de unas
expectativas casuales parecieran ser parte propia del individuo, además de
constituir una parte vital y solida (“rigida”) del sujeto].
Nadie se indispuso conmigo al oír la pregunta. Por el contrario, la mayor parte
de los enfermos movían la cabeza y me decían:
«Verá, he
estado meditando sobre la cuestión…».
Ninguno
mencionó las causas médicas elementales de la arteriosclerosis, como el tabaco,
la mala alimentación o una vida muy sedentaria.
Sea como fuere, no me precipité en sacar conclusiones. Sabía que casi todos los
pacientes pasaban revista a su vida cuando enfermaban de gravedad, intentando
dilucidar qué podía haber originado su mal. A veces sus explicaciones eran de
lo más incongruentes. Conocí a una enferma de cáncer que achacaba su dolencia a
un gusto inveterado por la tarta de crema bostoniana, y a una paciente de artritis
que culpaba a su suegra.
Por otra parte, todos aceptábamos de una forma más o menos consciente que
existía una relación entre los procesos mentales y la enfermedad. El calendario
constituía una primera pista en ese sentido. Por ejemplo, la época tradicional
para las úlceras de duodeno era el mes de enero, poco después de las vacaciones
navideñas. Nadie sabía por qué era así, pero no podía descartarse el factor
psicológico, o psicosomático, en la cadencia temporal de la patología.
Otra pista era la asociación de algunas enfermedades físicas con una
personalidad característica. También aquí pondré un ejemplo: un porcentaje
significativo de pacientes con irregularidades gástricas ulcerosas tenían un
temperamento irascible. Como es difícil convivir con esta dolencia, algunos
doctores propugnaban que era ella la que agriaba el carácter; pero la mayoría
sospechaban que era a la inversa, decían que era un mismo elemento el que
dañaba la tripa y alteraba el talante.
En tercer lugar, había un pequeño grupo de enfermedades externas que podían
curarse mediante un tratamiento de psicoterapia. Las verrugas, la gota y la
malfunción tiroidea respondían indistintamente a la cirugía y la psicoterapia,
lo cual conducía a pensar que todas ellas tenían causas mentales directas.
Por último, era una experiencia comúnmente compartida por las múltiples
afecciones de la vida diaria, cómo el resfriado o las anginas, ocurrían en los
momentos de mayor tensión, cuando solíamos sentirnos más débiles. Este hecho
sugería que la capacidad del cuerpo para resistir a los virus variaba según la
actitud mental.
Toda aquella información me interesaba en grado extremo, pero en Boston, y en
los años sesenta, estaba en el límite de lo admisible. Resultaba curiosa, sí.
También era digna de comentario. Pero no debía profundizarse en ella
seriamente. Los grandes avances de la medicina discurrían en una dirección muy
distinta.
Pues bien, yo había recogido mis datos de los pacientes cardíacos. Advertí que
sus explicaciones tenían coherencia desde la perspectiva global del organismo,
como una especie de representación material. Aquellos pacientes me relataban
acontecimientos que habían afectado a sus corazones en sentido metafórico. Me contaban
historias de amor, eventos tristes que les habían tocado la fibra más sensible.
Sus esposas, familias y jefes no les querían. Les habían atacado al corazón.
Muy pronto, sus corazones se resintieron literalmente del ataque. Experimentaron
un dolor físico. Y ese dolor, junto con el ataque, iba a generar un cambio en
sus vidas y las de quienes les rodeaban. Eran hombres que habían pasado
el ecuador de su existencia, que estaban sufriendo una transformación cuyo hito
sería aquel suceso patológico.
[
Sera que el padecer la condición cardiaca forma parte del proceso de
transformación?? Suena maso pero….]
Aquello nos abría toda clase de posibilidades. ¿Eran los factores psicológicos
más importantes de lo que queríamos reconocer? Más aún: ¿Era la psiquis la
causa fundamental de muchas enfermedades? Si lo era, ¿Hasta dónde nos llevaría
la idea? ¿Podían considerarse los infartos de miocardio una dolencia cerebral?
¿Cómo evolucionaría la medicina si admitíamos que aquellas personas que
atestaban el pabellón estaban manifestando procesos mentales a través de sus
cuerpos físicos?.
Por el momento, sólo tratábamos esos cuerpos. Actuábamos como si el corazón
estuviera enfermo y el cerebro nada tuviese que ver. Estudiábamos los
ventrículos y las arterias. ¿Nos equivocábamos sistemáticamente de órganos?
Tales errores no eran nuevos. Por ejemplo, algunos pacientes con fuertes
dolores abdominales en realidad tenían glaucoma, una enfermedad del ojo. Si
operabas el abdomen, no extirpabas el mal. En cambio, si tratabas los ojos, los
dolores desaparecían.
Sin embargo, extender la hipótesis del cerebro de un modo generalizado revestía
connotaciones alarmantes. Demandaba una nueva concepción de la medicina, un
enfoque diferente de los pacientes y la enfermedad.
Para poner un ejemplo muy simple, diré que todos creíamos de un modo implícito
en la teoría germinal. Pasteur la había propuesto un siglo atrás, y sus
postulados superaron la prueba del tiempo. Había gérmenes, microorganismos,
virus y parásitos que se adentraban en nuestro organismo y producían
enfermedades infecciosas. Era así, y no había que darle más vueltas.
Todos sabíamos que estábamos más propensos a la infección en un momento que en
otro, pero no se cuestionaba la ley básica de causa y efecto: los gérmenes
causaban el mal. Sugerir que los microbios se hallaban siempre presentes, que
era un factor perpetuo del entorno, y que por consiguiente el proceso
patológico reflejaba nuestro estado mental, equivalía a invertir las tornas.
Equivalía a decir que los estados mentales causaban la enfermedad.
Si aceptabas este concepto para los males infecciosos, ¿Dónde trazarías la
línea? ¿Quizá los estados mentales provocaban también el cáncer? ¿Eran
responsables de los ataques cardíacos? ¿Propiciaban las artritis? ¿Y qué podía
decirse de las enfermedades geriátricas? ¿Era el mal de Alzheimer consecuencia
de un estado mental? ¿Lo eran, por su parte, las enfermedades infantiles, la
leucemia que a tantos niños devastaba? ¿Y las malformaciones congénitas?
¿Estaba la mente detrás del mongolismo? Y si lo estaba, ¿A quién cabía
atribuirlo, a la madre, al feto o acaso a ambos?
Era obvio que las derivaciones racionales de esta idea te acercaban
incómodamente a los criterios medievales, según los cuales una embarazada que
sufría un susto alumbraría después a un hijo deforme. Además, toda reflexión
sobre los estados mentales te conducía de forma automática al principio de
culpa. Si tú mismo te infligías una enfermedad, eras el primero a quien había
que reprochársela.
A lo largo de nuestro siglo XX, la medicina había dedicado una exhaustiva
atención a eliminar el complejo de culpa en los enfermos. Sólo el alcoholismo y
otras adicciones conservaban intactos tales estigmas.
Así, la noción de que los procesos mentales causaban la enfermedad parecía
tener aspectos regresivos. No era de extrañar que los científicos se
resistieran a desarrollarla. Yo mismo me retraje durante varios años.
Aunque imaginaras que el infarto tenía un origen psicosomático, una vez se
había dañado el músculo cardíaco debía ser atendido como una herida corporal.
Los cuidados médicos que dábamos eran apropiados y justos.
Yo no estaba tan seguro. Si, podía ser un proceso mental lo que había lesionado
el corazón, ¿No sería ese mismo proceso el motor de su curación? ¿No debíamos
exhortar a la gente a que invocara sus propios recursos para aliviar cualquier
dolencia? No era ése, por supuesto, nuestro modo de proceder. Más bien era todo
lo contrario: nos pasábamos la vida recomendando a los pacientes que guardaran
cama, que lo tomaran con calma y nos dejasen a nosotros el tratamiento.
[ Mas que
hablar de curación seria interesante una visión PREVENTIVA, inculcar/educar a
los individuos desde la infancia, que no somos poseedores de absolutamente NADA,
( ni siquiera nuestro nombre ) sin embargo es el delgado filo de la navaja.
Bajo esa figura taonada del gran vacio/nada. Que haríamos con nuestros
sueños/ilusiones/metas?. O como decía el gran maestro Eudomar Santos “Como vaya
viniendo vamos viendo” nos moveríamos bajo la figura caotica/ambigua ( muy
típica del asesoramiento ) donde no tenemos metas vitales ( al menos las
“clásicas” ) y nos moveríamos/viviríamos bajo una visión en que dispondríamos
de “algunas cosas” y nos acostumbraríamos/aceptaríamos a vivir momentáneamente
( kairos ) con ellas y el resto pareciera ( por el momento ) no pertenecernos,
todo esto bajo el marco de una aceptación gozosa, no el de una resignación
triste/pavosa de conformidad material. Vease una ampliación de esta idea aquí:
“Añadiré
que, tras haber comprendido lo que debe comprender, tras haberse compadecido
del dolor de los demás seres, el budista se percata de que no le queda otro
modo de vida cotidiano que la alegría. Es como si ese estado, que todavía
no es la felicidad pero que se aleja radicalmente de la resignación, se
impusiera a él sin el haber intentado de ninguna manera conquistarlo. Si has
eliminado las lamentaciones inútiles y el miedo al futuro, si no incrementas el
sufrimiento por culpa de la idea que te haces de él, si ya no ves a los demás
como enemigos potenciales, si no esperas de tus donaciones más que la dicha de
dar y si la muerte ya no te parece un final, entonces permanecerá ante ti la
dicha del mundo y del instante presente: la alegría que proporciona un rayo de
sol, una sonrisa o una flor. Esa alegría, que a usted se le ha manifestado a
través de un brillo en la mirada de nuestros monjes, se sitúa más allá de las
nociones de esperanza y desesperación (…).
Y la
alegría respeta el dharma, a los demás seres y el espíritu.
La
alegría es la única solución.”
Paco
Rabanne "La Iluminación del Budismo"
Otra
visión que también nos pudiera iluminar al respecto ( también búdica ) es:
El
Sutra del Corazón
Tomado
de: http://webspace.ship.edu/cgboer/sutradelcorazon.pdf
Traducción:
José Silvestre Montesinos
Avalokiteshvara,
el Bodhisattva de la Compasión, meditando profundamente sobre el
Entendimiento
Perfecto, descubrió que los cinco aspectos de la existencia humana
estaban
vacíos*, liberándose de este modo del sufrimiento. En respuesta al monje
Sariputra,
dijo lo siguiente:
El cuerpo
es tan solo vacío,
el vacío
no es más que el cuerpo.
El cuerpo
está vacío,
y el
vacío es el cuerpo.
Los otros
cuatro aspectos de la existencia humana:
Sentidos,
pensamientos, voluntad y conciencia,
también
están vacíos,
y el
vacío los contiene.
Todas las
cosas están vacías:
Nada
nace, nada muere,
nada es
puro o impuro,
nada
aumenta o disminuye.
Así pues,
en el vacío, no existe el cuerpo,
ni las
sensaciones, ni los pensamientos,
ni la
voluntad, ni la conciencia.
No hay
ojos, ni oídos,
ni nariz,
ni lengua,
ni
cuerpo, ni mente.
No hay
sentido de la vista, ni del oído,
ni del
olfato, ni del gusto,
ni del
tacto, ni de la imaginación.
Nada
puede verse o escucharse,
olerse o
gustarse,
tocarse o
imaginarse.
No existe
la ignorancia,
ni el fin
de la ignorancia.
No
existen la vejez y la muerte,
ni el fin
de la vejez y la muerte.
No existe
el sufrimiento, ni la causa del sufrimiento,
ni el fin
del sufrimiento, ni un camino a seguir.
No existe
el logro de la sabiduría,
ni
ninguna sabiduría que lograr.
Los
Bodhisattvas confían en el Entendimiento Perfecto,
y, libres
de todo engaño,
no
sienten ningún miedo,
disfrutando
del Nirvana aquí y ahora.
Todos los
Budas,
pasados,
presentes y futuros,
confían
en el Entendimiento Perfecto,
y viven
en la iluminación total.
El
Entendimiento Perfecto es el mejor mantra.
El más
lúcido,
el más
elevado,
el mantra
que elimina todo sufrimiento.
Ésta es
una verdad fuera de toda duda.
Dilo así:
Gaté,
gaté,
paragaté,
parasamgaté.
¡Bodhi!
¡Svaha!
Que
significa...
Partir,
partir,
partir a
lo alto,
partir a
lo más alto.
¡Iluminados!
¡Que así
sea!
* Vacío
es la traducción habitual para el término Budista Sunyata (o Shunyata).
Hace referencia al hecho de que ninguna cosa, incluida la existencia
humana, posee una sustancia verdadera, lo que implica que nada es
permanente y que nada es independiente por completo del resto de las
cosas. En otras palabras, todo lo que existe en el mundo está
interconectado y en un fluir constante. Por tanto, una correcta apreciación de
esta idea nos libera del sufrimiento causado por nuestro ego, nuestro
apego y nuestra resistencia al cambio y a la pérdida.
Nota:
“Entendimiento Perfecto” es la traducción de Prajnaparamita. El nombre
completo
de este sutra es El Corazón de Prajnaparamita].
Abundábamos en la idea de que estaban desvalidos y débiles, que ellos nada
podían hacer y que debían extremar la prudencia incluso para ir al lavabo,
porque con el menor esfuerzo, ¡Paf!, caerían muertos. Tal era su indefensión.
Aquélla no parecía la educación idónea por parte de una persona autorizada con
respecto al proceso subconsciente de un enfermo. Se diría que con nuestro
comportamiento pretendíamos postergar la curación. No obstante, y en la otra
cara de la moneda, algunos pacientes que desobedecían a los doctores y saltaban
impetuosamente del lecho morían de repente, por un vulgar retortijón. ¿Quién
iba a asumir tamaña responsabilidad?
Pasaron los años. Hacía ya tiempo que había renunciado a la medicina cuando
logré formarme una visión de la enfermedad capaz de convencerme. Esta visión es
la siguiente:
Nosotros provocamos nuestras afecciones. Somos directamente responsables de
todo mal que contraemos.
[ Y el
destino no tiene que ver con esto?? Somos cocreadores con el destino de cierta
condición ( que nos va dar “una lección que necesitamos aprender” Uff!! me
parece un recurso demasiado manido! ) que nos permitirá recorrer una ruta
mas personal mas yoica]
En algunos casos lo comprendemos sin dificultad. Sabemos que no deberíamos
haber cedido al agotamiento y no habríamos pillado un catarro. Con las
enfermedades más catastróficas, el mecanismo no nos resulta tan claro. Pero,
veamos o no ese mecanismo, y exista o no el mecanismo en sí, lo más saludable
es asumir la responsabilidad de nuestras vidas y todo cuanto nos acontece. Por
supuesto, culparnos de una enfermedad no nos reportará ningún beneficio. Eso es
obvio. (Rara vez es beneficioso culpar a nadie de nada). Pero lo antedicho no
significa que debamos abdicar de toda responsabilidad. Declinar la
responsabilidad de nuestras vidas no es salutífero.
En otras palabras, si nos dan la alternativa de decirnos a nosotros mismos
«Estoy enfermo pero no tiene nada que ver conmigo» o «Estoy enfermo porque yo
lo quise», más vale que pensemos y actuemos como si fuéramos los causantes del
mal. Creo que tenemos mejores visos de recuperarnos si aceptamos esa
responsabilidad. La razón cae por su peso: cuando nos
responsabilizamos de una situación, también la dominamos. Nos volvemos menos
pusilánimes y más prácticos. Somos más capaces de plantearnos lo que podemos
hacer para mitigar el mal, y para acabar venciéndolo.
[ Bueno,
honestamente no creo que seamos capaces de vencer TODAS las enfermedades y
condiciones, quizás seria deseable, expresar de una minimización, que permita
su aceptación a la regularidad de una vida diaria, tal como hacemos con; la
hepatitis, las gripes etc.]
Además, de esta forma enjuiciamos el papel del médico desde un ángulo más
realista. Un médico no es un hacedor de milagros que puede salvarnos
mágicamente, sino más bien un consejero experto que quizá nos ayude en
nuestro restablecimiento.
[ Que mejor
definición de un asesor psicológico, me encanta ese caótico ambiguo; quizás,
que pudiera sorprender a algún incauto. ]
Es esencial que tengamos esa distinción muy clara. Cuando caigo enfermo, visito
a mi médico como una persona corriente. El doctor tiene un instrumental
eficaz que podría serme útil. Aunque también podría dañarme, hacer que empeore.
Yo debo decidirlo. Es mi vida. Es mi responsabilidad.”
En los
tempos Crichtonianos taonados.
Sanchezky
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